JUEVES SANTO

Les he dado ejemplo, para que lo que yo he hecho con ustedes, también ustedes lo hagan (v. 15)

JUEVES SNTO DE LA CENA DEL SEÑOR

  • Ex 12,1-8.11-14; Sal 115; 1Cor 11,23-26; Jn 13,1-15

Lectura del santo evangelio según san Juan (13, 1-15)

Antes de la fiesta de la Pascua, sabiendo Jesús que había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre y habiendo amado a los suyos, que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo.

En el transcurso de la cena, cuando ya el diablo había puesto en el corazón de Judas Iscariote, hijo de Simón, la idea de entregarlo, Jesús, consciente de que el Padre había puesto en sus manos todas las cosas y sabiendo que había salido de Dios y a Dios volvía, se levantó de la mesa, se quitó el manto y tomando una toalla, se la ciñó; luego echó agua en una jofaina y se puso a lavarles los pies a los discípulos y a secárselos con la toalla que se había ceñido.

Cuando llegó a Simón Pedro, éste le dijo: “Señor, ¿me vas a lavar tú a mí los pies?” Jesús le replicó: “Lo que estoy haciendo tú no lo entiendes ahora, pero lo comprenderás más tarde”. Pedro le dijo: “Tú no me lavarás los pies jamás”. Jesús le contestó: “Si no te lavo, no tendrás parte conmigo”. Entonces le dijo Simón Pedro: “En ese caso, Señor, no sólo los pies, sino también las manos y la cabeza”. Jesús le dijo: “El que se ha bañado no necesita lavarse más que los pies, porque todo él está limpio. Y ustedes están limpios, aunque no todos”. Como sabía quién lo iba a entregar, por eso dijo: ‘No todos están limpios’.

Cuando acabó de lavarles los pies, se puso otra vez el manto, volvió a la mesa y les dijo: “¿Comprenden lo que acabo de hacer con ustedes? Ustedes me llaman Maestro y Señor, y dicen bien, porque lo soy. Pues si yo, que soy el Maestro y el Señor, les he lavado los pies, también ustedes deben lavarse los pies los unos a los otros. Les he dado ejemplo, para que lo que yo he hecho con ustedes, también ustedes lo hagan”.

Palabra del Señor.

Sacramento del amor servicial

Jueves Santo, una celebración que debe ir más allá de las simples alusiones al origen del ministerio presbiteral y superar, tajantemente, la teatralización de un sacramento tan profundo y radical, como lo es el servicio; una conmemoración que no puede quedarse en la sola Institución de la Eucaristía (que lo es), sino redescubrir en ello el sentido liberador y los alcances sociales del pan que se comparte en la mesa de la fraternidad.

Estamos invitados a releer la cena del Señor desde el contexto en el que vivimos, pero respetando el contexto pascual en el que fue celebrada, sólo así comprenderemos lo que significa hacer eso en memoria suya (cf. 1Cor 11,25; Jn 13,15).

Quisiera comenzar con un texto que interpela, una reflexión realista hecha por Ignacio Cacho Nazábal, SJ:

Al hombre del primer mundo nada le basta. Se le ha dispersado la dinámica del deseo, y todo lo que el deseo desea, debe alcanzarlo ya (una cosa y dos cosas, un coche y dos coches, un apartamento de vacaciones y otro más lejos). El hombre europeo “tiene cara de haber comido hasta saciarse y haber quedado insatisfecho” (Cl. Boff). Europa vive una primavera material y un invierno espiritual. Le falta alma, “su alma es su automóvil” (H. Marcuse). “Yo soy el pan vivo, bajado del cielo. Quien coma de este pan, vivirá siempre” (Jn 6,51). Él es el pan de la inmortalidad, que cura nuestra herida de ser hombres y no dioses. El pan que fortalece el alma y transforma el corazón de Caín, que no perdona, en corazón de Cristo, que perdona setenta veces siete. Todo hombre tiene “hambre de pan y de evangelio” (P. Arrupe). Sin pan, desfallece el cuerpo. Sin evangelio, desfallece el corazón. Si damos al hombre evangelio sin pan, secuestramos su derecho a vivir. Si le damos pan sin evangelio, vaciamos y secuestramos su derecho a esperar.[1]

La cena del Señor es símbolo de una libertad que nos libera de todas las esclavitudes que deshumanizan al hombre; es un llamado que nos convoca a hacer del mundo una mesa fraterna, donde se comparten el pan y la Palabra, procurando que a nadie falta nada; representa el gran reto de cambiar los paradigmas convencionales de las relaciones humanas, haciendo de ellas un sacramento del amor servicial.

Si la pregunta que inquieta nuestros corazones fuese ¿cómo amar?, la respuesta de Jesús se concreta en una acción: lavar los pies, es decir, servir al hermano.

Así como la Pascua marca el principio del año(Ex 12,2), el principio de todo para el pueblo hebreo, la cena del Señor marcará la hora de la nueva Pascua; un drástico cambio que rompe con ideas y conceptos preconcebidos: la función propia del esclavo (lavar los pies) es asumida ahora como gesto de amor, servicio y libertad; como propuesta de vida y actitud propia de los seguidores de Jesús: Pues si yo, que soy el Maestro y el Señor, les he lavado los pies, también ustedes deben lavarse los pies los unos a los otros(Jn 13,14).

Habiendo llegado la hora de decirnos a las claras quién es él y quién es Dios, ¿qué dice en esa hora? No dice, hace. Y ¿qué hace? “Se levanta de la mesa […] y comenzó a lavar los pies a los discípulos” (Jn 13,4-5). Es un momento sacramental. La primera Iglesia reconoció ese momento como sacramento del amor al hermano. Si los diez mandamientos se resumen en dos, el amor a Dios y al hermano, los siete sacramentos se resumen en uno, el sacramento del amor servicial al hermano (I. Cacho N., SJ).

Hagan esto en memoria mía (1Cor 11,25)

“Todo gastarse y desgastarse” por los demás, como el trigo en el pan y la viña en el vio, todo desvivirse para dar de comer al hambriento, dar de beber al sediento, y vestir al desnudo, y dar voz a los hombres sin voz, y dar derecho a los pueblo si derecho… es hacer la obra propia de Dios, celebrar la fracción del pan del corazón del mundo, bajando de la cruz a todos los crucificados por la injusticia de los hombres (I. Cacho N., SJ)

Mario A. Hernández Durán, Teólogo.


[1] Cacho Nazábal, I. (2015). Cristología. Ed. Sal Terrae. Col. Presencia Teológica 218. España. p. 288.