DOMINGO 13

DOMINGO XIX DEL TIEMPO ORDINARIO

Hombres de poca fe, ¿por qué dudan? (Mt 14,31)
  • 1Re 19,9.11-13; Sal 84; Rm 91-5; Mt 14,22-33

Vivimos en un mundo que es, entre otras cosas, el mundo de las idolatrías. Ídolos antiguos que han sometido y engañado al hombre, e ídolos nuevos que instauran su dominio a través de la política, la economía, la ambición, la apariencia, el poder, el éxito…

Idolatrías que confunden, y con esa sutil magnificencia que las reviste de “bondad”, penetran todo y lo trastornan: la mente, el corazón, la voluntad. Fuertes vientos, terremotos, fuego arrasador son imágenes de los ídolos que atemorizan. En medio de todo eso, el Señor pasa y su presencia nos obliga a salir de nuestras negaciones y nuestros miedos, mirar con detenimiento, contemplar en silencio, discernir y ser capaces de distinguir dónde está realmente el Señor, y dónde no (cf. 1Re 19,11)

Dios se manifiesta en la sencillez de las cosas ordinarias, las que no miramos, porque son simples, o que no escuchamos, porque son como el murmullo de una brisa suave (1Re 19,12). Elías esperó pacientemente, su fe inquebrantable no se doblegó ante el poder de las idolatrías y, finalmente, se encontró, cara a cara, con el Señor; se cubrió el rostro como un signo de respeto, pero también como una demostración de confianza de quien no necesita ver lo que cree profundamente (1Re 19,13).

Los ídolos no desaparecen, ¡siempre están!, en cualquier sitio y en toda circunstancia; van de un lugar a otro, amenazando la vida, como los vientos contrarios (Mt 14,24) que le impiden avanzar o mantenerse a flote. Y, sobre ellos, aparece Jesús, caminando, no como una demostración de poder, sino como la confirmación de que nada está sobre él, ni nada es más que él (cf. Mt 14,25).

No obstante, al igual que los discípulos, nos dejamos llevar por el miedo que somete y aterra, por el poder que no controlamos y, ofuscados, nuestra mirada distorsiona la imagen del Señor, hasta confundirla con un fantasma, un ídolo indescriptible (cf. Mt 14,26).

El arrebato de Pedro es el mismo que, en ocasiones, nos lleva a olvidar que no somos dioses, sino hombres; y, así, fascinados con lo que vemos damos pasos, inciertos pero atrevidos, para alcanzar lo que deseamos: ¡mándame ir a ti caminando sobre el agua! (cf. Mt 14,28-29).

Pero no está alcanzarlo en el poder, sino en la fe. Y si el poder del que nos jactamos es vencido por uno más fuerte, nos hundiremos, irremediablemente (cf. Mt 14,30). Las idolatrías son así, seducen, engañan, confunden, arrebatan y, al final, destruyen.

La fe verdadera no fenece y de ella misma aflora el grito que confía en aquel que calma los vientos (cf. Mt 14,32) y se sobrepone a los ídolos del mundo: ¡Sálvame, Señor! (Mt 14,30).

Hombres de poca fe, ¿por qué dudan? (Mt 14,31)

Mario A. Hernández Durán, Teólogo.