DOMINGO 2

DOMINGO XIII DEL TIEMPO ORDINARIO

Tomar como nuestra la cruz de Cristo
  • 2Re,4,8-11.14-16; Sal 88; Rm 6,3-4.8-11; Mt 10,37-42.

Seguramente en algunas ocasiones, o situaciones de la vida, nos habremos enfrentado al intrincado desafío de “las prioridades”: qué va primero, qué es más importante, a qué, o a quién, damos preferencia, qué cosas son indispensables y cuáles no…

Si no contamos con un buen referente de valores, o criterios moralmente sanos y objetivos, correremos el riesgo de priorizar sin discernir y poner al centro de nuestra vida cualquier cosa: lo más llamativo, aquello que satisfaga de manera inmediata los deseos, o dé realce a los intereses propios, sin justificación alguna ni fundamentación.

Saber priorizar es un reto, porque implica renuncias y exige, de nuestra parte, tomas de postura definitivas, decisiones radicales y tener claridad en la mente para orientar con madurez sentimientos y emociones.

Este mismo panorama transversa nuestra relación con Dios y nos interpela, constantemente, con un pregunta: ¿Qué lugar ocupa Dios en tu vida? Esta pregunta nos lleva a otras más, que desatan una reflexión, desde el ámbito personal y comunitario: ¿Cuáles son tus referentes? ¿Sobre qué fundamentos asientan tus decisiones y tus proyectos? ¿Qué anima lo que haces, lo que piensas y lo que dices?

Hay un hecho fundamental que delinea el perfil del creyente y pone ante él un referente incuestionable: la prioridad del Padre somos nosotros, por medio del bautismo, nos ha incorporados a Cristo, a su muerte y resurrección, para que así también nosotros llevemos una vida nueva (Rm 6,4).

Tal vez la pregunta cambie y, más allá de saber qué lugar ocupa Dios en nuestra vida, habría que revisar cómo hemos integrado en nuestra vida el proyecto de Dios y de qué manea está presente en ella, dando un sentido distinto a lo que somos y lo que hacemos; renovándola, convencidos de que vivimos para Dios en Cristo Jesús, Señor nuestro (Rm 6,11)

Cuando descubrimos esa presencia que se nos ha adelantado y nos visita con frecuencia, y se nos manifiesta en los acontecimientos de la vida, o en la palabra del hermano, abriremos el corazón para construir en él una pequeña habitación, para que se quede allí, el Señor nuestro, cuando venga a visitarnos (cf. 2Re 4,9-10).

Esta es la clave para comprender la dureza del evangelio y entender por qué, como creyentes, cuando cerramos las puertas al Señor y otras cosas habitan nuestro corazón, no somos dignos de él (Mt 10,37-38).

Probablemente la idea de tomar nuestra cruz (cf. v. 38) nos genera un terrible miedo y resistencia, o negación, a convertirnos en seguidores de Jesús. ¿Quién desea cargar cruces o terminar en ellas crucificados? ¡Nadie! Ni es lo que el evangelio nos pide.

Tomar la cruz, significa tomar postura por la Buena Nueva y hacer de Jesús nuestra prioridad; significa integrar en nuestra vida el proyecto de Dios, de tal modo, que todo lo que amamos cobre un sentido diferente y más pleno.

De hecho, el mandamiento que nos rige es el amor, ámense uno a otros, como yo los he amado (Jn 15,12); nos rige el amor y no la negación, o el desprecio, por los demás. Amar de esa manera es un signo de madurez que da orden y sentido a nuestros sentimientos y emociones, para modular y equilibrar esos amores desmedidos y egoístas que se convierten, ¡éstos sí!, en negación de Dios. No olvidemos que en la negación de Dios va implícita la negación del hermano, y viceversa: Lo que no hicieron con un de estos pequeños (padre, madre, hijo, hermano, extranjero, migrante, encarcelado…), tampoco lo hicieron conmigo (Mt 25,45).

De este modo, Jesús es contundente: El que salve su vida la perderá y el que la pierda por mí, la salvará (Mt 10,39).

Cuando asumimos el evangelio como proyecto de vida, asumimos la cruz como consecuencia y como responsabilidad y, al ser un referente del amor verdadero, que no se desentiende de los demás, nos invita a amar como él amó.

Mario A. Hernández Durán, Teólogo.