DOMINGO 22

DOMINGO XXIX DEL TIEMPO ORDIANRIO: Domingo Mundial de las Misiones

También se nos ha confiado la gracia de Dios en favor de los demás
(cf. Ef 3,2)
  • Is 45,1.4-6; Sal 95; Ef 3,2-12; Mt 22,15-21.

En medio de la incertidumbre y la inestabilidad sociopolítica que estamos viviendo, y de la que hemos sido testigos en los últimos días, irrumpen con fuerza una serie de preguntas, dudas, inquietudes… sin resolver. No solamente en Palestina, también en Ucrania, África, Haití, América Latina y la crisis migratoria que desestabiliza e interpela a los países de Europa y Norteamérica y que pone al descubierto la inoperancia y la corrupción de los países expulsores, provocando, cada vez más, una lacerante, profunda e indignante pobreza, además de una honda desesperanza en cada corazón herido y pisoteado.

Preguntas sin respuesta… ¿A caso la Iglesia tiene algo qué decir? ¿Toma postura firme y clara ante esta realidad? ¿Qué novedades aporta la Buena Nueva predicada por nosotros?

Este domingo nos abre la posibilidad, y constata lo que la comunidad eclesial está llamada a hacer en el mundo, de tomar postura y de construir, juntos, caminos de esperanza, justicia y libertad.

La afirmación que Pablo hace de sí mismo se extiende a nosotros: también se nos ha confiado la gracia de Dios en favor de los demás (cf. Ef 3,2). La gracias es la presencia gratuita y generosa de Dios en el hombre y, gracias a ella, podemos conocer los designios secretos que ha decidido realizar en Cristo (cf. v. 3) y que, ahora, han sido revelados, para ponerse en práctica, por medio del Espíritu (v. 5):

Por el Evangelio, también los paganos son coherederos de la misma herencia, miembros del mismo cuerpo y partícipes de la misma promesa en Jesucristo (v. 6).

Los “paganos” de entonces hoy exigen una reconceptualización, porque son una realidad que debemos redimensionar – ¡redefinir! -, por su amplitud y diversidad. Tenemos que superar el lenguaje clásico del misionere voluntarioso que se lanzaba, incondicional, a la búsqueda de aquellos que no conocían a Dios (paganos), para convertirlos y evangelizarlos, y comenzar a proyectar nuestra misión respecto de esas otras realidades humanas que exigen ser escuchadas, tomadas en cuenta y requieren una presencia distinta de la Iglesia -todos nosotros- entre ellos: migrantes, desplazados, refugiados; niños, mujeres, discapacitados y ancianos en situación de abandono; familias enteras diezmadas por la pobreza, el hambre y el desempleo, jóvenes sin porvenir ni esperanza; grupos despreciados por sus opciones, su género y sus preferencias…

Hemos sido constituidos servidores (v. 7), y no jueces; Dios nos ha elegido desde nuestra insignificancia (v. 8) para resignificar la Buena Nueva en el mundo y que la multiforme sabiduría de Dios se de a conocer, por medio de la Iglesia(v. 10).

Todo ser insignificante es, precisamente, lo que Dios ha elegido para darse a conocer y dar a conocer su proyecto salvífico. Así lo plantea Joan Morera P. (2018):

[…] YHWH escoge salvar a la humanidad a través de lo que los humanos consideraríamos lo peor y más repulsivo, lo que no se puede aprovechar: el enfermo en lugar del sano, el pobre en lugar del rico, el discapacitado en lugar del que no lo es, el sencillo e ignorante en lugar del inteligente, el desconocido en lugar del famoso, el “pecador público” en lugar del puro… ¿con qué ojos contemplamos todos estos colectivos, hoy? Porque su misión de inclusión desde las profundidades, desde el nivel más ínfimo, es precisamente atraer todo el resto de la humanidad para que se ponga en camino peregrinando, descendiendo hasta su lugar vital, reuniéndonos en comunión a su nivel más bajo, sin erigirnos los unos por encima de los otros. Este es el sueño de Dios, la misión del Siervo, quien “prolongará sus días” (Is 53,10) en muchas generaciones que quieran seguir practicándolo.[1]

Este Domingo Mundial de las Misiones, que nos anima, o incita, a compartir, dar, donar, colaborar, cooperar para bien de otros…, nos obliga, desde el evangelio, a plantearnos una pregunta más: ¿Qué tributo debemos pagar y a quién? (cf. Mt 22,17).

Si materializamos nuestra aportación en un gesto sin convicciones ni libertad, será un simple “tributo” ofrecido a alguien indefinido, en quien sólo canalizamos nuestra auto-referencialidad, o mitigamos, de un modo u otro, nuestros escrúpulos.

Si nuestro “interés” por los otros, “hacer caridad con ellos”, pasa por el sutil filtro del altruismo, corremos el riesgo de “divinizarlo” (convencernos de estar haciendo lo que Dios quiere), o “politizarlo” (convencernos de hacer lo que a mí/nosotros convine). Así, confundiremos nuestras “mejores intenciones” entre dar al “César” o a “Dios”, sin definir, por demás, quién es Jesús para nosotros: ¿un profeta, o un líder político?

[…] Jesús no es político sino profeta -dice Ignacio Cacho Nazábal-. Su respuesta se sitúa en el plano profético de los fines. No hay que divinizar al césar dándole lo que pertenece al fuero divino. Ni hay que politizar a Dios dándole lo que es competencia del fuero civil. Cada uno en su territorio, para disfrutar ambos de su legítima autonomía y necesaria libertad. Jesús señala la dirección última del poder: el servicio al hombre, sin someterlo a autoridades absolutas, político-religiosas; y el honor de Dios, sin introducirlo (¡y domesticarlo!) en competencias terrenas, religioso-políticas.[2]

Den, pues, al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios (v. 21)

Mario A. Hernández Durán, Teólogo.


[1] Morera Perich, J. (2018). Desarmar los infiernos. Practicar la no violencia de Jesús. Cuadernos CJ 207. Barcelona. p. 13.

[2] Cacho Nazábal, I. SJ. (2015). Cristología. Presencia Teológica 218. Ed. Sal Terrae. España. p. 218.